Me permito un preámbulo, y sirva para toda la temporada:
en un mundo apresurado que poco a poco se está polarizando, en que todo se va desplazando a los extremos -todo es absolutamente bueno o absolutamente malo, lo que no cura mata, "el que no está conmigo está contra mí"-, uno (yo, quiero decir) ha optado por detenerse en los matices, pues dicen que la belleza está en las cosas pequeñas, y los matices son briznas diminutas de pensamiento, pero tan resplandecientes a veces. Mi matiz de hoy, el que os dejo para que veáis por dónde voy, es el siguiente: a mi entender, un Profesor es quien enseña algo, quien transmite un saber; pero un Maestro, es alguien de quien, además, se puede aprender, incluso cuando no está enseñando, y goza viendo extenderse el Saber.
Y ahora, sí...
Llegó Carolina el Jueves y, generosa como todos los Maestros, compartió con nosotros su Maestría.
Tomando como punto de partida un libro de relatos del Gran Maestro Ray Bradbury ('El hombre Ilustrado', ed. Minotauro), y trufándolo con otros cuentos tomados de acá y de allá (García Márquez, Lem,...), consiguió traernos una historia disfrazada de peripecia personal -con Carolina nunca se sabe lo que puede ser o no ser cierto en sus anécdotas, pues todo suena tan a sincero-, en la que fue engarzando los relatos.
Cuentos fantásticos (en todos los sentidos), con invasiones eróticas, robots enamorados, ángeles raídos, grandes pequeños hombres... relatados con gran despliegue de voces, gestos, tonos... Encontré a Carolina mejor que nunca, en forma, disfrutando. Eso se le nota, porque cuenta mirándote a los ojos, y por mucho oficio que tengas, la mirada no es fácil de disfrazar.
Y cuando el Maestro disfruta, el mundo no puede sino ser, al menos por una hora u hora y media, un poco mejor.
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Ah, y a nuestro querido anfitrión Fran, que anda un poco averiado de chasis, que se cuide y se reponga pronto.
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