Una vez más, estreno en los Cuentos de la Luna. Y da gusto, poder descubrir a narradores que, estando tan cerca, no los tenemos vistos y oídos.
La sesión de Amaia Arriarán se dividió en dos partes marcadas por la pausa de rigor tradicional de la casa.
La primera parte me interesó menos, por el tema y por el desarrollo.
Lo del tema es una cuestión de etapas de la vida, que hace tiempo dejaron de fascinarme las historias de tradición persa, hindú, y de aquellos pagos en general. Las leo con gusto porque suelen tener personajes ingeniosos y se pasa bien el rato (siempre tengo a mano las Mil y una Noches), pero no me atrapan como antaño.
Amaia contó bien estas historias, aunque dándoles quizá, para mi gusto, demasiada pausa. Hubo algún titubeo, y algún personaje cambió el nombre puntualmente con otro, pero esto lo he visto hacer con mucha frecuencia a los que cuentan este tipo de cuentos donde se menciona tan a menudo a dos o tres personajes, y lo cierto es que no interfiere con el desarrollo del relato.
Tras la pausa, la segunda parte tuvo otro aire y otro ritmo.
En esta intercaló entre los tradicionales cuentos propios con los que se la veía (lógicamente) más cómoda, incluso físicamente, llenando más el espacio. Que el cuento con el que reanudó tuviera su dosis de picante, pues también hay que reconocer que le dio su gracia, como a las salsas. Después de este el ambiente quedó distendido, y hubo más variedad de tonos y más viveza.
No pudo darla por terminada hasta dejarnos un par de cuentos más de propina a petición popular.
Menciono aparte el regalo que nos hizo haciendo cantar a sus personajes con voz dulce y perfectamente entonada. Siempre es un momento bonito cuando el protagonista de un cuento canta, y podemos escucharle cantar de verdad. Pero si además canta tan bien, es algo muy especial.
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