“La verdadera historia empezó un anochecer helado, cuando oíamos llover y cada uno estaba inmóvil y encogido, olvidado del otro. Había una barra estrecha de luz amarilla en la puerta del baño y yo reconstruía la soledad de los faroles en la plaza y en la rambla, los hilos perpendiculares de la lluvia sin viento. La historia empezó cuando ella dijo de pronto, sin moverse, cuando la voz trepó y estuvo en la penumbra, medio metro encima de nosotros:
-Qué importa que esté lloviendo, aunque llueva así cien años esto no es lluvia. Agua que cae, pero no lluvia.
Había estado, también antes, la gran sonrisa invisible de la mujer, y es cierto que ella no habló hasta que la sonrisa estuvo totalmente formada y le ocupó la cara.
-Nada más que agua que cae y la gente tiene que darle un nombre. Así que en este pueblucho o ciudad le llaman lluvia al agua que cae; pero es mentira.
No pude sospechar, ni siquiera cuando llegó la palabra Escocia, qué era lo que estaba iniciando: la voz caía suave, ininterrumpida, encima de mi cara. Me explicó que sólo es lluvia la que cae sin utilidad ni sentido.
-El castillo estaba en Aberdeen y era tan viejo que el viento andaba por los corredores, los salones y las escaleras. Había más viento allí que en la noche de fuera. Y la lluvia que nos había amontonado durante días contra la chimenea alta como un hombre, terminó por atraernos contra las ventanas rotas. Así que no hablábamos, estábamos desde la mañana a la noche rodeando el salón, la nariz de cada uno contra el vidrio de una ventana, quietos como figuras de piedra de una iglesia. Hasta que al tercer día, creo, McGregor anunció que ya no llovía, que empezaría a nevar, que los caminos iban a quedar cerrados y que cada uno era dueño de pensar que esto resultaba mejor o peor que la lluvia.
Este fue el primer cuento; volvió a decirlo algunas veces, casi siempre porque yo lo pedía cuando estaba aburrido del calor de la India o del campamento de Amatlán. Tal vez nadie en el mundo sepa mentir así, pensaba yo. O tal vez nadie cazó zorros hasta que ella se echó a reír, sacudiendo la cabeza, luchando sin energía con un recuerdo de desteñida vergüenza, para atar de inmediato el caballo a un árbol y esconderse con un lord o un sir o un segundón de lord en un pabellón en ruinas, revolcarse en el ineludible jergón de hojas, mientras giraba alrededor de ellos, en el paisaje cursi de esplendoroso frío que ella acababa de hacer –allí, a mi lado, sin esfuerzo, con un placer impersonal y divino-, la primera cacería de zorro que estremeció la tierra, el acordado frenesí que ella iba dirigiendo con palabras ambiciosas y marchitas: pompa, traílla, casaca, floresta, rastreador, la inútil violencia, una pequeña muerte parda.
Y en el centro de cada mentira estaba la mujer, cada cuento era ella misma, próxima a mí, indudable. Ya no me interesaba leer ni soñar, estaba seguro de que cuando hiciera los viajes que planeaba con Tito, los paisajes, las ciudades, las distancias, el mundo todo me presentaría rostros sin significado, retratos de caras ausentes, irrecuperables despojados de una realidad verdadera.
Estaba el hambre, siempre; pero escucharla era el vicio más mío, más intenso, más rico. Porque nada podía compararse al deslumbrante poder que ella me había prestado, el don de vacilar entre Venecia y El Cairo unas horas antes de la entrevista, hermético, astutamente vulgar entre los doce pobres muchachos que miraban formarse palabras desconcertantes en el pizarrón y en boca de mister Pool; nada podía sustituir los regresos anhelantes que me bastaba pedir susurrando para tenerlos, nunca iguales, alterados, perfeccionándose.”
Juan Carlos Onetti, “El álbum”, pp. 181-183
No hay comentarios:
Publicar un comentario