Si tus pies te comprometen, podrás desandar el camino andado, si tus manos te comprometen, podrás retirarlas a tiempo, pero si es tu palabra quien te compromete, será imposible volver atrás.
Proverbio africano.
Había una vez una hermosa ciudad.
En ella vivían un hombre extremadamente rico y un hombre extremadamente pobre.
Cada uno tenía un hijo. Quiso la vida que los dos jóvenes nacieran el mismo día del mismo año.
El día en que ambos jóvenes cumplieron 18 años el hombre muy rico llevó a su hijo hasta lo alto de una montaña, desde donde se divisaba toda la ciudad
y le dijo: “Mira, un día todo esto te pertenecerá”
Ese mismo día, el hombre muy pobre también llevó a su hijo hasta lo alto de la montaña y le dijo sólo una palabra:
“ Mira!”
Pocas veces se logra tal precisión, tal justeza en la palabra, tal equilibrio en el decir, como en este breve cuento de tradición oral recopilado por Jean-Claude Carrière, escritor, guionista de cine y actor francés, en su libro El Círculo de Los Mentirosos. Libro que curiosamente he recibido como regalo de cumpleaños dos veces, la primera en español al cumplir cuarenta años y la segunda en francés al cumplir cuarenta y ocho.
Evidentemente esto no es una casualidad.
Lo cierto es que este libro, que además define a Scherezada, aquella mujer que arriesgaba su cabeza en cada relato, como la Santa Patrona de los Cuentos, se ha convertido en uno de mis libros de cabecera.
Está claro que aún antes de la aparición de los libros, ya las historias tenían fuerza propia para viajar de boca a oreja y sobrevivir a guerras, catástrofes naturales, y lo que es aún más maravilloso, para sobrevivir al paso de los siglos, a la pátina del tiempo.
Gracias a aquellas y aquellos adorables mentirosos, que contaron historias desde la noche de los tiempos con deslumbramiento y entrega, existimos nosotros, los narradores de hoy.
Es quizás, gracias a la valiente Scherezada, que existen tantas mujeres cuenteras en este mundo.
“…Palabras
Quisiste con palabras engañarme…”
Marta Valdés
Cuando cuento, lo primero, lo absolutamente necesario para que todo fluya, es creer ciegamente en la historia que voy a contar.
Si no estoy enamorada de mi historia cuento, pero no pasa nada, la corriente no llega al público. Y yo no estoy feliz ni en armonía conmigo misma. Entonces el intento de entrega se convierte en una especie de aborto que me deja llena de preguntas, otra vez, hasta las entrañas.
Luego, salvo que vaya a contar una sola historia, sé siempre cuál es el primer cuento, los otros, los que vendrán, se atropellan en mi cabeza, se van presentando solos y van aflorando desde la bruma de los recuerdos, a veces surgen inesperadamente cuentos que hace meses o incluso años que no cuento, llegan a mi boca sin pedir permiso, imponiéndose con un: cuéntame a mí, ahora me toca… claro, eso pasa porque voy sintiendo la voz callada o vibrante del público, su manera de respirar, de percibirme, según el país, la cultura, el idioma y la circunstancia en que me encuentre.
Y quién me manda a meterme en esto?!
Pero ya me di cuenta, es el público quien va trayendo los cuentos hacia mi boca, con esos hilos imantados invisibles que maneja sabiamente. Y porque los ojos, que al decir de mi mamá, Estela, campesina versadora, improvisadora de cuartetas y décimas y contadora de sucedidos, son el espejo del alma y con ellos, desde ellos, hay que darse a la palabra en todo su riesgo.
Soy afortunada, porque a veces alcanzo a recoger en los ojos del público una chispa, un destello de sueños, anhelos, esperanzas, tristezas y simientes compartidas. El público, ese animal extraño, caprichoso y cambiante, amado y temido, el “respetable”, jugador de pasadas inolvidables.
“Qué largo camino anduve para llegar hasta ti”
Nicolás Guillén
Entre las vivencias más sorprendentes que he tenido en mis andares por el mundo, puedo contar esta anécdota insólita que me ocurrió en África, Burkina Fasso, Centro Cultural Francés de Ouagadougou, capital del primer país africano que pisé, regalo de mi hermano de credos y batallas, el gran maestro del teatro y de la oralidad Hassane Kouyaté.
Lo que voy a contar, me lo crean o no me lo crean, sucedió el 24 de diciembre del año 1999.
Vaya fecha! La última Navidad del siglo XX!
Quiso Hassane Kouyaté, gran griot burkinabés, actor, director escénico y fundador del festival Yeleen, que en lengua bambará quiere decir “la luz”, que yo abriera la primera Noche de la Palabra de su festival.
Cuando me lo pidió sentí una mezcla de sorpresa, temor y agradecimiento: lo primero porque era la única artista no francófona invitada al evento. Y sépase que en aquel momento mis recursos para narrar en francés no eran los que son hoy! Lo segundo porque percibí claramente lo que representaba para Hassane tener en su elenco una artista cubana, una mujer mestiza que independientemente de su individualidad, representaba esa mítica isla del Caribe que los africanos adoran y en la que se reconocen plenamente.
En fin, la noche se hizo magia, en el cielo de Ouagadougou se encendieron como diría Federico García Lorca “unas estrellas como puños”. .. Y se hizo la palabra, la palabra fecunda del maestro Kouyaté abriendo la velada.
Yo había decidido contar un patakí (leyenda) celebración de la sensual diosa afrocubana Oshún y su poder de la miel para vencer la cólera de Oggún, el dios guerrero, y sacarlo del monte para devolverlo al buen camino.
Por qué esa historia?
Primero porque me encanta, porque me acompaña desde que tengo memoria… pero también por otras razones.
Pues me había dicho: estoy por primera vez en África, tierra de mis ancestros, ocasión ideal para homenajear la tradición oral legada por los esclavos yorubas, bantús, ararás, gangás, iyesás y tantas otras etnias llegadas a mi isla, quiero y tengo que hacerlo bien, es la primera vez que una narradora cubana cuenta aquí, curiosamente en una lengua colonizadora, el francés… me acordé de tanta gente! De mi mamá, de Amanda, mi niña, de mi maestra Natalia Bolívar, de mi padrino Ricardo Guerra, evoqué al apkwón de apkwones (cantante yoruba) Lázaro Ross y confié en que de alguna manera estaban allí, conmigo, que no me abandonarían.
Brotó desde lo hondo de mi voz, desde lo más auténtico de mis emociones, el poema de Anoma Kanie (Costa de Marfil) traducido al español por Rogelio Martínez Furé, como expresión de agradecimiento a la tierra africana:
…Todo lo que me has dado África
Lagos, bosques, lagunas bordeadas de bruma
Todo lo que me has dado África
Música, danzas, veladas de cuentos alrededor del fuego
Todo lo que me has dado, África
Pigmentos de mis ancestros indelebles en mi piel
Todo lo que me has dado África
Me hace andar así…
Lo había dicho en mi lengua materna, con todas mis tripas… el auditorio había comprendido y sobretodo sentido más allá de la palabra.
Respuesta rotunda.
Luego vino el cuento, este sí en francés. Como en casi toda historia africana o afro-americana, llegó el canto milagroso, necesario para el hechizo.
Yeyé moró iki
Yeyé moró iki
Sekuré a la ibbo iki
Yeyé moró
Oní abbé
Yeyé moró
Oñí abbé.
En ese momento alguien salió del auditorio hacia el escenario: era un hombre vestido con un gran bubú de blancura deslumbrante, inmaculada.
Se quedó abajo, al borde del proscenio y me tendió su mano.
Yo, como imantada me acerqué a él, me tomó la mano y cantamos juntos ese canto de amor yoruba, cantamos exactamente el mismo canto, música que como diría Nicolás Guillén “pasó sobre el mar entre cadenas” y que vencedora de los siglos y las distancias, se elevaba monolítica y poderosa en la noche africana.
Mientras cantaba me temblaban las piernas, me temblaba el corazón. Al final del canto él, sonriente, regresó al lunetario y yo, conmocionada, terminé de contar la historia como pude.
La reacción del público fue intensa, generosa.
Yo me dije: puedo vivir esto sólo porque soy cubana.
Luego supe que aquel hombre era un gran músico yoruba, de Benin, muy respetado en Burkina Fasso y en toda el África del Oeste. Nunca más lo vi, aquella misma noche siguió su camino de artista nómada hacia Mali.
Este será para siempre un recuerdo indeleble en mi memoria, uno de los regalos más extraordinarios que me haya podido dar la vida y esta profesión. Una sacudida.
Una constatación de la hermosura de ser cuentera.
CORALIA RODRIGUEZ
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